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Nacido en Montevideo en 1927, se afincó en Mercedes, departamento de Soriano. Desde allí transcurre su larga carrera, que abarca más de seis décadas. Estudió dibujo con el maestro Luis Scolpini e influyeron en él las obras de Barradas, Figari, Sáez, Cuneo, Blanes Viale, De Simone, Michelena y Cabrera, entre otros.
Comenzó con la xilografía a temprana edad, con las sugerencias de Nicolás Cúparo. Impactaron profundamente en los primeros años del artista, las exposiciones a las que asiste en Buenos Aires, así como también los recorridos por los museos de la capital Argentina. De esta época (Montevideo, 1947) evoca la exposición de Piet Mondrian, principalmente los óvalos y naturalezas muertas, los trabajos sobre árboles y el mar.
Trabajó como docente -profesor de dibujo- en Liceos del Consejo de Educación Secundaria (1958-1976), obteniendo el cargo por concurso.
El autor siempre fue sensible a lo social: el hombre de campo, el criollo viejo
destartalado, la mujer lechera, los patéticos murguistas del triste carnaval despojado de la opulencia urbana y actual, los irónicos retratos de los reyes y las barajas, con su doble juego de azar y poder le convierten en un cosmovisionario. Retratos de los que saldrá la abstracción, esbozos de un rostro que se irá descomponiendo, limpiando, sacándole aquello no importante, para finalmente quedarse con los elementos básicos. También es sensible a otras manifestaciones culturales no necesariamente occidentales o eurocéntricas. Al respecto opina: "Mi interés no es solamente por las pinturas de los aborígenes australianos sino por todos aquellos que se les suele nombrar peyorativamente como primitivos..." "...una vez leí que el arte es lo más fronterizo entre lo humano y la divinidad..."
En los esperpentos se muestra la sensibilidad ante el dolor ajeno y ante la dignidad del personaje, destartalado, desarmado, doliente. El mundo se carga de elementos siniestros, del "tánatos". Esos personajes que habitan la tortuosidad y deformación del desposeído gritan su silencio de decencia y gallardía. El paisaje social lo ha llevado a las fronteras de las preguntas vinculadas a la existencia.
En los paisajes investiga, incurre, sospecha. Recrea sus paisajes del río, sus aves, sus mundos subacuáticos, en que los peces se pasean tranquilos entre las raíces. Las lunas que devoran sus cielos... Paisajes nebulosos en que los límites se pierden en la bruma. La belleza de Mercedes y sus alrededores es observada desde un ángulo múltiple, irónico, sensible, y durante momentos cargados de una densa inquietud. Muestra el monte criollo entrelazado, abigarrado, como realmente es.
El Río Negro le regala estas piezas de la naturaleza. Xilógrafo por años, la madera fue su soporte inicial. Tampoco es ajeno el hecho de que su casa sea identificada, en el barrio viejo de Mercedes, como "la casa del árbol": una anacahuita de ciento treinta años se impone como un ser sobrenatural en el desbordante jardín con aljibe. Cabezudo vive protegido y cuidado por este árbol, hogar de sus pájaros y portador de un balsámico poder sanador.
Desguace, vemos cómo en sus cuadros comienza a aparecer-desaparecer, el cuerpo del caballo muerto, del animal que va perdiendo la forma habitual: los agentes atmosféricos van desguazando a esa hermosa criatura. La muerte ronda la obra. Un ave muerta, destartalada, casi de incomprensible situación, de paleta baja, profundiza el carácter tanático de la obra.
La pulsión de Cabezudo, luego de su tránsito por la ironía, por el desenfado, por la belleza formal, por la vida plena, retoma las sendas de la abstracción, con un lenguaje terso y refinado. El proceso de abstracción, tanto despliega los intensos desenfados cromáticos, con un uso proverbial del rojo, como trabaja un brumoso tenue y sobrio paisaje, limítrofe con lo reconocible. Van quedando, en otras superficies, las narraciones y las descripciones. El viento del espíritu, que todo organiza, nos deja, como en sus maderas del río, lo esencial, la parte dura.